LA CASA DE LA ESTACIÓN
En un
año de octubre de hace muchos muchos meses vine a nacer en una tierra no
hospitalaria de huéspedes ajados por los años y las costumbres. Seis meses
antes del parto, mi padre enfermó de embolia cerebral que le dejó medio cuerpo
paralizado. Su recuerdo sentado en la silla con la manta cubierto aún lo soñé
anoche, pese a los días transcurridos. Tantos como para olvidar, tan pocos para
sufrirlos.
La
pobreza que embargó a la familia desde entonces llevó al abandono de los otros
familiares y al socorro del azar para poder sobrevivir. Una madre y tres hijos.
Dos manos y tres bocas para alimentar sin más apoyo que el socorro proveído en
trabajos temporeros o en menesteres miniaturistas, tan ocasionales, que nunca
llegué a saber de qué vivíamos. No era del viento. Sólo a sus criaturas
alimenta el Señor. A nosotros, por lo que yo entendía, nos subvencionaba la
Benigna, pues cada día que a su tienda iba a comprar dejaba la misma letanía:
“Que dice mi madre que se lo apuntes”. La Benigna, a mis pocas luces, tenía el
cuaderno más grande que conocía. Aunque nunca le vi tintero ni pluma de ganso.
No
sería el último favor ni el primero en aquel pueblo de nieves y aguas
torrenciales pintadas en invierno y de calima y sol esforzado en el estío. A
los agostos y primaveras le dejábamos el amparo de alimentarnos con los
gorrioncillos de San Francisco que tiernamente caían en nuestras redes o en los
cepos puestos en frente de casa, a los bajos de los poyos de El Paseo. La
patita de la avecilla alimentar no alimentaba, pero espantaba las hambres.
Eran
frecuentes las gachas y las migas y los arroces los domingos. Pero su compañía
no era la más sana y temeraria sino la más ligera y desvergonzada. Si en el
arroz de los ricos se mezclaban conejos y pollos, las gambas y langostinos eran
rarezas incluso para ellos, en los nuestros se cocían judías y boquerones. De
forma tal que las carnes eran más leyenda que realista prosa que llevarse a la
boca. Lo que fue flor de un día servía de fermento para la vida del siguiente.
Así con las harinas de los panes, que en el horno del pueblo se cocían en las
artesas, había para reventar de gachas. Éstas mis hermanos las comían con el
consabido boquerón o la sardina, al que se añadía el pimiento verde, el
pimentón y su pizca de sal. Yo, remilgado de nacimiento, sin querencia de
padre, sin presencia de ánimo, no gustaba de tan sabroso manjar y habíanmelo de
suministrar mezclado en leche y azúcar. Ya se sabe, con los sabores dulces
nacemos, con los salados nos hacemos. (Instinto y cultura, ya lidiaba yo con el
lenguaje). Quizá porque solemos aprender la sal de la vida al tiempo que la
comida. Y con ese pan recocido en la cocina de leña alimentábamos penas y
esperanzas, tazones de pan y leche por la mañana, migas con torreznos y sardina
seca al mediodía y tortitas por la noche. Comida curiosa que te dejaba en alba
todo el día e in albis la noche toda. Quedábamos, por tanto, a la espera del
resabiado cocido que te instruía durante días entre madejas de platos que se
deshacían. Lo que daba de sí. Todo lo prometía y nada se perdía. La sopa por lo
servido, los garbanzos por lo comido y la carne, si la hubiere que no recuerdo,
por el olfato.